viernes, febrero 09, 2007

Alquimias

Aquel día que tumbó mi almita, no gracias a la blancura new age del vino, no gracias a lo encendido y compartido, no por la carne (intrusa) en el arroz, que con suma discreción aparté en el borde del plato, no por exceso de lo nombrado sino exactamente por lo contrario, por la carencia fatal, la ausencia que da fundamento a todo lo demás, La escasez de lo escencial.
Decía entonces, que ese día en que mi almita tumbó busqué remediarme con el alquimista.

Alquimia de lujo. Eso es lo que hacía en realidad porque su don era trasmutar dolores por placer, por alegrías, por paz.
Abrió generosamente sus puertas y mostró su colección a mi almita.
Me ofreció tiempo desencadenado de ángeles, me envolvió algunos minutos de mi mejor pasado, me obsequió un olvido a la vuelta de la esquina, un farol bizco y la cuerda de arena de un reloj sin soles.
Agradecí y me llevé todo.
Y con el olvido en las manos, el tiempo que me enfundé apenas salí y el repaso por mis bonitos ayeres, me metí en la cama y al ritmo de la arena que se derretía dormí como una santa.

Cuando el alquimista cumple su cometido se dirige a otros mundos. Y esta vez no fue la excepción.
Afloró mi alma, sin dudas. Entonces el alquimista puso una gran mesa con carteles vistosos con la sola intención de liquidarlo todo.

Un contenedor de incendios y tres cajones de rocío.
Huracanes huérfanos buscando patriarcas.
Un librito de origami en un buque semillero de papel.
Amores untables sobre heridas que no cierran.
Una quimera en huelga, un desgano a pilas, ánimos alados que jamás conocerán el piso.

Con la mesa vacía y habiendo quedado sólo unas gotas de ingravidez que guardó para sí, el alquimista ladeó su nueva y leve corporeidad y, como una pluma, flotó por la ventana abierta.
Ocurrió en un segundo.
Subía por el aire inocente de la mañana.
Subía en suave contoneo como un globo de color, fugitivo en un día de fiesta, al rescate de almitas, para siempre en viaje al infinito.
Se hizo un punto... Y luego nada.

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