Recuerdos fragmentarios de una infancia
El otoño de cuatro décadas atrás le dio la bienvenida.
Colorada, gorda y a los gritos recibió a su padre la primera vez que lo vio.
Y creo que fue la última vez que desplegó tanta expresividad emotiva ante él.
A los cinco fue el punto de inflexión de una pelea a los bifes de sus progenitores.
También a los cinco lloró con desconsuelo porque el Topo Gigio dejaba la pantalla de la tele.
A los ocho escuchaba Génesis gracias a un hermano que nunca fue.
A los ocho también dios ya la castigaba sin palo y sin rebenque.
De esos castigos, se vengaba rompiéndole la cabeza a una virgencita de Luján contra el piso de cemento de una casa que a veces parecía ser su hogar.
A los diez pedía con gritos desgarradores de silencio que su familia, sus padres y todo el mundo que la rodeaba fueran otros.
Esto la llevó a inventarse familiares de los que hablaba maravillas pero que nadie conocía porque vivían lejos.
Un recuerdo feliz: Un disco de 33rpm ganado a sortijazos en la calesita del barrio.
Un recuerdo infeliz: Los ojos perdidos de su abuela en el mismo momento que empezaba a acariciarla la muerte.
Tenía miedo a la oscuridad.
Cuando la luz se fugaba, los pasos firmes de los fantasmas la hacían temblar contra el cuerpo de su madrina.
Los fantasmas nunca se fueron pero ahora tiembla sola.
Aprendió algo muy difícil a una edad imposible de aprender: Que todo pasa. Por más doloroso y tremendo que sea, todo pasa.
Lamentablemente se le olvidó esta lección por completo apenas ingresó a la vida adulta.
Un día de la madre, lloró sin que nadie supiera por un gorrión muerto.
Jamás pedía. Nada de nada.
Era el sinónimo perfecto de la sumisión.
Usaba un vestido escocés, un jumper que ella misma había dibujado y su santa tía le había hecho con amor verdadero.
Su santa tía le decía que era hermosa como una sirena.
Sin embargo el espejo le gritaba sin cortesía que la belleza no era su patrimonio.
Y obviamente actuaba en consecuencia.
Su madrina le leía en la cocina cuentos tristes de Oscar Wilde.
Y malentendió desde ahí que el amor era, únicamente, sacrificio.
Su abuelo le daba huevos batidos con azúcar y vino Marsala.
También tomaba con él cascarilla, una versión pobre de la chocolatada.
Ninguna de las dos cosas volvió a tener el sabor de aquellos días.
Los únicos pasos no traumáticos fueron cuando se enteró que Papá Noel y los Reyes eran los adultos.
Todo lo demás dolió bastante.
Y algunas veces sigue doliendo.
Rompió un vaso de whisky lleno de helado de frutilla cuando jugaba con las manos simulando tocar una guitarra.
Y si bien la mirada de su padre no fue de censura, lloró avergonzada tapándose un rato infinito hasta que se quedó dormida por el agotamiento.
Su padre le hacía pulseras. Y anillos también.
Mutiló con gozo una esponja verde en el departamento perfumado de su tía abuela, ésa que tenía cosas tan lindas, llenas de olor y frescura.
Ganarse una tarde con ella era una tarea oceánica. Y cuando lo lograba no hacía más que irregularidades para que la hicieran sentir que no se lo merecía.
Ante la pregunta paterna y desubicada "a quién querés más, a mí ó a tu mamá?", respondía "A Mono", que era el perro de la casa.
Con el tiempo, perdonó casi por completo la ignorancia de tal pregunta.
Los adultos guardaban las joyas familiares en una caja que, tiempo atrás, era una polvera de talco con perfumes violetas.
Adoraba un sobre de oro, un dije pequeñito que colgaba de una pulsera. Lo mágico del sobre era que se abría y de él salía una pequeña laminita de oro a modo de carta que decía con letra caligráfica cursiva y perfecta un "te quiero" destinado a quién sabe quién.
Jugaba en la cocina siempre la misma cosa.
Imaginaba estar en un restaurant de lujo y que otra nena (ella misma, desdoblada en la imgen del vidrio) miraba con deseos los manjares inaccesibles.
Jugaba con la máquina de cocer y los broches improvisando un piano.
Nunca contó estos juegos en sus cortos períodos de terapia.
La llevaban al cementerio todos los domingos. Y cuando los adultos se silenciaban para rezar, ella miraba los pájaros que saltaban en las tumbas.
Le gustaba el silencio aparente y el viento que movía las cosas del cementerio.
Las discusiones familiares le hacían dar vueltas alrededor de la mesa del comedor tapándose los oídos.
Las tardes de otoño con sol firme le daban ganas de estar con su mamá.
Y cuando lo conseguía se iba a la terraza a tomar sol.
Soles fuertes de otoños con olor a Rayito de Sol y la voz de Roberto Carlos en AM hablando de un gato que está triste y azul.
En la actualidad, conserva el gusto por el sol, los bronceadores perfumados y la radio AM que completa esta imagen.
Mas puede prescindir de Roberto Carlos y de su madre en forma total y absoluta.
Etiquetas: desde mi cocina
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