sábado dos
A las seis de la mañana un Bob Dylan clásico me golpea en un tono aceptable las puertas de mi cielo.
La radio me alerta puntualmente a deshora.
En mis relojes la hora fue o será. Nunca es.
Parece que llueve, pero no.
Solas, mi gata y yo no decidimos si quedarnos un rato más o empezar con el simulacro cotidiano.
Mi pobre y estresada gata.
Ella es medida y con escasas virtudes pero la virtud de no dar la constituye. Será por no querer enviciarme por mis pedidos a mansalva.
Hoy, rarísimo, se relaja y se deja llevar lamiéndome ásperamente el brazo un buen rato. Al segundo siguiente, me muerde para que no me mal acostumbre al mimo.
Y me empujo afuera con la idea de ver una obra de teatro infantil con canciones y videos sin melodrama.
Dos minutos más y ya. Ya salgo y empiezo.
Ahora Seal, desde el reloj dice:
My power, my pleasure, my pain.
Acaso conocerá mi historial amoroso?
En esta vida encuentro la mitad de todo y como un karma insalvable, se repite en las cosas más absurdas: encuentro el teléfono pero no la batería, el pan pero no el queso, las monedas pero no el monedero, la ojota azul pero no la negra.
Me ducho como puedo y puedo mal con una ojota de cada color.
Siento que camino por dos senderos. Quizá sea sólo por la diferencia del calzado.
El agua para mi pelo está a punto, lista, turbia y sin bullir en la olla de 30 cm. de diámetro, ollita que alberga un artefacto eléctrico blanco y de incierta y dudosa garantía, como casi todas las cosas de esta vida.
La vida real no tiene garantías. La vida real es sobretodo incierta.
Me lavo la cabeza y me rompo la espalda, manifestación de ser capaz de hacer dos cosas al mismo tiempo (siempre y cuando sean cosas opuestas, obvio)
El pelo se acomoda casi solo. Lo asisto con las manos llenas de acondicionadores publicitarios que no responden, por lo menos en mi caso, ni la mitad de las veces.
Y me moja la espalda con gotas abultadas que se juntan allá, al sur.
Casi bañada, casi peinada, casi lista salgo con el ayuno bien puesto.
Teatro, ascensor generador de pánico, visita a los vestuarios, compra de entradas varias, espera sin desesperar en la escalinata y por fin, empieza la función.
Disfruto por más de tres horas de todo lo que se dice y se escucha, se ve y se huele.
Fotos automáticas, camaritas manuales. Videos caseros. Escenarios despojados. Voces a capella.
Y la vuelta, llego a mi barrio y sacudida todavía por el asombroso título de un cuento ganador de un nene de 10 años, el pensamiento de la muerte, que no es el título en sí lo que asombra, pero que lo diga un nene de diez, es por lo menos raro.
Decía, mientras me hamacaba en esa idea de imaginar qué impulsa a una criatura para escribir sobre el pensamiento de la muerte, entro en un asombro de poco vuelo, uno barrial, uno que en otras circunstancias puede parecer divertido, pero a mí me parece invasor.
Invasor como el asombro mismo.
A mitad de cuadra, un perro negro y rengo reposa al costado de una pelopincho llenita hasta el borde que abarca toda la vereda. Dentro, dos nenes desnudos y un adulto, éste último luciendo unos flotadores ganados sin duda gracias a quilmes cristal.
Sí, en la vereda.
Un poquito más allá, la madre de las criaturas les grita a los nenes que se pongan la malla, que se pongan.
Y de adentro la abuelita llama al gordo para que saque esa porquería que había traído anteanoche, que echaba un olor que le daban ganas de lanzar.
Todo el combo con la marca barrial de Saavedra en el orillo, la zona calamar por excelencia.
El barrio que yo elijo siempre que puedo.
Y todo esto visto tangencialmente, porque una sensación que todavía no defino me corre por la nuca que no me deja mirar a los ojos la escena, tan Cubrepileta del gordo Casero.
Entro con urgencia a mi casa, que hoy día se inunda de olor a cemento y canto rodado.
En mi habitación descubro que la banda ancha es más bien estrecha y que un mal cálculo de los señores que me levantan y tiran paredes como rastis, me volteó la conexión virtual.
Como digo, tengo la mitad de todo lo que quiero.
Y como siempre hay al alcance de la mano una sustitución, me siento y escribo en Word el pasado imperfecto del día transcurrido.
Sin drama por lo que hay, como cuando se reconoce una verdad que duele pero que es irremediable, me pongo a escribir esto que cuento ahora.
Etiquetas: desde mi cocina
1 Comments:
Creo que la parte realista es la que mejor fluyó, o para usar redundancias: la parte naturalista es la más natural.
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