Dorita
Si no fuera que, años atrás, por una cuestión de subsistencia, dejé de creer en cosas paranormales (¿está ya fuera de moda el término?), diría que en las últimas dos noches estuvo Dorita rondándome la casa.
Un olor característico de colonia dulzona que mi paladar olfativo define como agua de azahar (aunque no lo sea ni nunca lo fue) me sacudió el miércoles y hoy, ya bien metida en la espesura de la madrugada.
Dorita era entre otras cosas que es preferible ni recordar, ese olor.
Ese olor a las cinco de la mañana, que es la hora en que los capataces de antiguas fábricas se levantaban para ejercer la tiranía de un puesto que los hacía creer jefes de inferiores.
Dorita era tirana por elección. Pero era sobretodo, para mis cortos seis años, ese olor a azahar a las cinco de la mañana.
Los pájaros con más alegría que desconcierto por la oscuridad matinal, la festejaban intercambiando entonaciones por mijo, pan mojado en leche, todo lo que Dorita les daba.
El caso es que este recuerdo que ahora relato como si lo tuviera al alcance de la mano no estaba ni ayer ni anteayer, sino que vino con el olor invasor.
Y cuando vino esta maroma del pasado, despacito y acrobática, no pude siquiera abrir los ojos.
Con el cuerpo fruncido entre las almohadas desamarraba todos los recuerdos.
Se abrían compuertas que se iban cerrando ni bien entraba en el laberinto.
No hilaba bien los pedazos, rechazaba unos y tomaba otros como quien prueba a ciegas las piezas de un puzzle.
Si bien avanzaba, en todo el proceso aparecieron en el ensayo y error, algunos tramos que creí pisados y muertos y era tal el miedo que me daba por pasarle el dedo por encima, que el avance se hizo rápido y, estimo (ahora que estoy con los ojos abiertos y creo bien despierta), que en 10 minutos de vertiginoso andar en el desencajado rompecabezas de la memoria, alcancé la puerta que me abría a Dorita.
Todo se llenó de ese viejo olor. La radio con la voz de una mujer pretendía unir parejas desparejas, pero yo no estaba ahí.
Estaba en la cama de la calle Roque Pérez, en la oscuridad matinal de las cinco, con los cantos de los pájaros agradecidos y el ruido de la puerta de la cocina que rechinaba al abrirse más de la cuenta.
Y si bien no veía a Dorita (en aquella época tampoco la veía, sólo era olor y ruidos que se complementaban), sabía que estaba ahí, dando vueltas, preparando el mate, su comida para las 12 en punto y dejando la cocina tan impecable como si nunca hubiera pasado por ella.
Así apareció Dorita la primer noche.
La segunda, la cosa fue más rápida.
Ya no tuve que hurgar en el pasado, ya sabía qué puerta abrir, ya sabía que era ella.
Y cerré los ojos con menos miedo. Veía sin ver, la luz del baño de Roque Pérez que se prendía y los pájaros empezaban a cantar a la espera del premio comestible.
Se fue más rápido que la noche anterior.
Parece que esta vez estaba apurada, como si estuviera llegando tarde a la fábrica.
O llegando tarde a algún incierto lugar.
Puede que haya sido un sueño, cosa que dudo porque suelo soñar dormida.
Esto es verdaderamente lo que pasó.
Y no quiero pensar en opciones sobre el asunto.
Un olor característico de colonia dulzona que mi paladar olfativo define como agua de azahar (aunque no lo sea ni nunca lo fue) me sacudió el miércoles y hoy, ya bien metida en la espesura de la madrugada.
Dorita era entre otras cosas que es preferible ni recordar, ese olor.
Ese olor a las cinco de la mañana, que es la hora en que los capataces de antiguas fábricas se levantaban para ejercer la tiranía de un puesto que los hacía creer jefes de inferiores.
Dorita era tirana por elección. Pero era sobretodo, para mis cortos seis años, ese olor a azahar a las cinco de la mañana.
Los pájaros con más alegría que desconcierto por la oscuridad matinal, la festejaban intercambiando entonaciones por mijo, pan mojado en leche, todo lo que Dorita les daba.
El caso es que este recuerdo que ahora relato como si lo tuviera al alcance de la mano no estaba ni ayer ni anteayer, sino que vino con el olor invasor.
Y cuando vino esta maroma del pasado, despacito y acrobática, no pude siquiera abrir los ojos.
Con el cuerpo fruncido entre las almohadas desamarraba todos los recuerdos.
Se abrían compuertas que se iban cerrando ni bien entraba en el laberinto.
No hilaba bien los pedazos, rechazaba unos y tomaba otros como quien prueba a ciegas las piezas de un puzzle.
Si bien avanzaba, en todo el proceso aparecieron en el ensayo y error, algunos tramos que creí pisados y muertos y era tal el miedo que me daba por pasarle el dedo por encima, que el avance se hizo rápido y, estimo (ahora que estoy con los ojos abiertos y creo bien despierta), que en 10 minutos de vertiginoso andar en el desencajado rompecabezas de la memoria, alcancé la puerta que me abría a Dorita.
Todo se llenó de ese viejo olor. La radio con la voz de una mujer pretendía unir parejas desparejas, pero yo no estaba ahí.
Estaba en la cama de la calle Roque Pérez, en la oscuridad matinal de las cinco, con los cantos de los pájaros agradecidos y el ruido de la puerta de la cocina que rechinaba al abrirse más de la cuenta.
Y si bien no veía a Dorita (en aquella época tampoco la veía, sólo era olor y ruidos que se complementaban), sabía que estaba ahí, dando vueltas, preparando el mate, su comida para las 12 en punto y dejando la cocina tan impecable como si nunca hubiera pasado por ella.
Así apareció Dorita la primer noche.
La segunda, la cosa fue más rápida.
Ya no tuve que hurgar en el pasado, ya sabía qué puerta abrir, ya sabía que era ella.
Y cerré los ojos con menos miedo. Veía sin ver, la luz del baño de Roque Pérez que se prendía y los pájaros empezaban a cantar a la espera del premio comestible.
Se fue más rápido que la noche anterior.
Parece que esta vez estaba apurada, como si estuviera llegando tarde a la fábrica.
O llegando tarde a algún incierto lugar.
Puede que haya sido un sueño, cosa que dudo porque suelo soñar dormida.
Esto es verdaderamente lo que pasó.
Y no quiero pensar en opciones sobre el asunto.
Etiquetas: platos soñados
1 Comments:
Me parece que yo a vos te conozco.
El otro día cuando soñaba te vi parada al lado de la cocina, con los ojitos cerrados.
Pero no te asustes, sé cómo te asusta el pasado. Si nos volvemos a ver va a ser esta vez en el futuro perfecto.
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