Sin Cronismo

Ella tiene la manía de confiar ciegamente en sí misma para cosas insignificantes. Por eso no usa despertador, antitranspirantes ni ansiolíticos. Hoy, igual que ayer, se despierta un rato antes de las seis, abre los ojos y ve la oscuridad de la pieza sin sobresaltos. Acostumbrada a la penumbra, divisa fácil la mancha de humedad sobre la puerta, la foto, el corpiño tirado en el piso. Mastica un pensamiento espeso y se revuelve el pelo como queriendo borrarlo con las manos. Se sienta en la cama y un resorte se le clava en el culo. Recuerda la visita de ayer y piensa que algún día los amaneceres serán campestres, con esas plantas, perros y por qué no, con algún tipo al que haga feliz. Pero hoy no, hoy todavía hay ciudad, esquina sin herrero, ni barro ni pampa. Camina descalza y ve en todo el trayecto hacia el baño huellas de babosas, brillosa autopista de borrachas. Elude el diseño sin asco y sin prender la luz abre la canilla de la ducha. Demasiado caliente, ideal para ella. En pleno goce acuático, suena el teléfono y sonríe.

El te dulce de las seis de la mañana es digerible únicamente con 2 galletas de agua. Él está sentado frente a la taza, posiblemente fría, y mira flotar las migas que se desprendieron hace horas. Se cuelga en una y sonríe como reconociendo un amigo en una multitud. Corre la taza y levanta los brazos, dibuja cosas en el aire, lo llena de dígitos. Perfuma lo etéreo de la cocina y se pone a llorar como una consecuencia lógica, como quien se resbala en la ciénaga, un llanto breve ante el horror del final visto de golpe. Solo, manoteando huellas en la cocina, no consigue saber por qué el miedo. Que otro dependa de mí, es aceptable se dice. Que yo dependa de otro no es de este mundo, no del mío por lo menos, se retruca. Pero todo el mundo tiene derecho a darle espacio a los errores para que se den vuelta en el aire como panqueques de aquella cocina inconclusa. Deja el engaño mental quedándose con el temblor del paraíso y así y la llama.