Cuelgue
Era la segunda noche que se disponía, sin voluntad, a hacer lo que debía hacer.
El silencio de la casa sumado al perfume que elegía últimamente, daba el mismo marco referencial que la noche anterior.
Este olor y este ruido hueco se me están fijando y serán mañana iguales, se dijo. Serán las coordenadas del deber.
Algún día las recordaré sin pesar?
Y este pensamiento lateral, fuera de su cometido, ajeno al sentido por el cual estaba ahí atestada de libros y papeles, la hizo apartarse.
Distraída con la mente plena de cosas que no decían nada, empezó a irse.
Sentada en la silla plástica se hamacó hacia delante. El borde de la mesa aplastaba leve su pecho. Quedaba así apoyada (suspendida) en ese pequeño trance y volvía con la silla a la posición inicial.
No podía abusar del juego, esas sillas están hechas para caerse. Se vencen sus patas en cámara lenta y cuando una menos lo espera está en el piso, se advirtió.
Esta advertencia le hizo recordar una caída estilo hombre nuclear de su mamá. Caída sin riesgo pero con gracia.
Era Navidad o Año Nuevo? Desgranaba la última década de fiestas en su cabeza pero no se desprendía la información.
Un sudor veraniego, una lluvia indecisa, una lauchita correteando por ahí, vino new age, cohetes, restos de comida ahora tibia, más lluvia. Así enlatadas venían las fiestas, mas no pudo saber en cuál de ellas fue la caída.
Entristeció sin asombro al ver que en ese repaso vertiginoso no se le encimó ninguna sonrisa, el roce de algo parecido a la felicidad, una caricia dada o recibida, una mirada de amor.
Algunas relaciones madre e hija dejan mucho que desear, murmuró.
Esta pequeña angustia la hizo tomar aire nuevo. Se llenó los pulmones, el cuerpo, el alma de aire con ese aroma y no le alcanzó.
La profundidad del suspiro tiene en sí mismo, según ella, un aliviador natural, una especie de cicatrizante instantáneo.
Últimamente el alivio tardaba en venir pero no cesaba en los intentos.
Tomó una vez más aire perfumado y silencioso.
Estiró los brazos al cielo en toda su extensión, se tomó sus manos, las cruzó en lo alto y formó una pequeña red de dedos que la contenía.
Sintió cómo las vértebras se despegaban perezosamente, las costillas se abanicaban y los dedos empezaron a lamer el calor que les llegó desde el techo, viniendo de la cocina.
Me olvidé la hornalla prendida, se dijo con falso reto.
Desenredó la burbuja contenedora y desmoronó los brazos sin delicadeza.
Su mentón prácticamente tocó su pecho y miró fijo su triángulo del amor.
Colgando a los costados, las manos abiertas saludaban al piso con velocidad, apareciendo diez dedos en cada mano.
Los músculos poco trabajados de los antebrazos vibraron hasta sentir cosquilleos que daban risa.
Este despabilamiento la hizo ubicarse corporal y racionalmente para empezar con la tarea.
Pero antes, y considerando que esa iba a ser la última distracción de la noche, fue a la cocina.
Aprovechó el olvido de la hornalla, vació la pava y la llenó con agua mineral.
La puso al fuego que llevaba horas esperando esto o algo por el estilo.
Miró la llama azul y se detuvo ahí, en esa chispa rojiza, súbita e intermitente que se escapaba de la corona uniforme de fuego.
Se dejó llevar, otra vez, por esa diminuta lucecita haciendo sus típicas especulaciones sobre cosas tontas.
Mientras la mente iba y venía, de golpe se vio envuelta en el recuerdo de su cuerpo con otro, visto en un espejo.
De un manotazo invisible se lo espantó como se hace con las mosquitas y volvió corriendo a sentarse.
Abrió los libros y empezó, como ayer, por el mismo apunte, ya menos denso, más dócil.
Dónde habíamos quedado? Se dice y me dice.
Yo ya ni recuerdo, le digo y me digo.
El silencio de la casa sumado al perfume que elegía últimamente, daba el mismo marco referencial que la noche anterior.
Este olor y este ruido hueco se me están fijando y serán mañana iguales, se dijo. Serán las coordenadas del deber.
Algún día las recordaré sin pesar?
Y este pensamiento lateral, fuera de su cometido, ajeno al sentido por el cual estaba ahí atestada de libros y papeles, la hizo apartarse.
Distraída con la mente plena de cosas que no decían nada, empezó a irse.
Sentada en la silla plástica se hamacó hacia delante. El borde de la mesa aplastaba leve su pecho. Quedaba así apoyada (suspendida) en ese pequeño trance y volvía con la silla a la posición inicial.
No podía abusar del juego, esas sillas están hechas para caerse. Se vencen sus patas en cámara lenta y cuando una menos lo espera está en el piso, se advirtió.
Esta advertencia le hizo recordar una caída estilo hombre nuclear de su mamá. Caída sin riesgo pero con gracia.
Era Navidad o Año Nuevo? Desgranaba la última década de fiestas en su cabeza pero no se desprendía la información.
Un sudor veraniego, una lluvia indecisa, una lauchita correteando por ahí, vino new age, cohetes, restos de comida ahora tibia, más lluvia. Así enlatadas venían las fiestas, mas no pudo saber en cuál de ellas fue la caída.
Entristeció sin asombro al ver que en ese repaso vertiginoso no se le encimó ninguna sonrisa, el roce de algo parecido a la felicidad, una caricia dada o recibida, una mirada de amor.
Algunas relaciones madre e hija dejan mucho que desear, murmuró.
Esta pequeña angustia la hizo tomar aire nuevo. Se llenó los pulmones, el cuerpo, el alma de aire con ese aroma y no le alcanzó.
La profundidad del suspiro tiene en sí mismo, según ella, un aliviador natural, una especie de cicatrizante instantáneo.
Últimamente el alivio tardaba en venir pero no cesaba en los intentos.
Tomó una vez más aire perfumado y silencioso.
Estiró los brazos al cielo en toda su extensión, se tomó sus manos, las cruzó en lo alto y formó una pequeña red de dedos que la contenía.
Sintió cómo las vértebras se despegaban perezosamente, las costillas se abanicaban y los dedos empezaron a lamer el calor que les llegó desde el techo, viniendo de la cocina.
Me olvidé la hornalla prendida, se dijo con falso reto.
Desenredó la burbuja contenedora y desmoronó los brazos sin delicadeza.
Su mentón prácticamente tocó su pecho y miró fijo su triángulo del amor.
Colgando a los costados, las manos abiertas saludaban al piso con velocidad, apareciendo diez dedos en cada mano.
Los músculos poco trabajados de los antebrazos vibraron hasta sentir cosquilleos que daban risa.
Este despabilamiento la hizo ubicarse corporal y racionalmente para empezar con la tarea.
Pero antes, y considerando que esa iba a ser la última distracción de la noche, fue a la cocina.
Aprovechó el olvido de la hornalla, vació la pava y la llenó con agua mineral.
La puso al fuego que llevaba horas esperando esto o algo por el estilo.
Miró la llama azul y se detuvo ahí, en esa chispa rojiza, súbita e intermitente que se escapaba de la corona uniforme de fuego.
Se dejó llevar, otra vez, por esa diminuta lucecita haciendo sus típicas especulaciones sobre cosas tontas.
Mientras la mente iba y venía, de golpe se vio envuelta en el recuerdo de su cuerpo con otro, visto en un espejo.
De un manotazo invisible se lo espantó como se hace con las mosquitas y volvió corriendo a sentarse.
Abrió los libros y empezó, como ayer, por el mismo apunte, ya menos denso, más dócil.
Dónde habíamos quedado? Se dice y me dice.
Yo ya ni recuerdo, le digo y me digo.
Etiquetas: desde mi cocina
2 Comments:
Cómo me hacés acordar a mis épocas de estudiante mal arriado.
He llegado a distraerme haciendo cosas inimaginables. Hasta una vez corté el cesped con una tijera de uso doméstico.
Un cuelgue lo tiene cualquiera y vos tenés un lindo modo de contarlo.
TE AMO Y TE QUERES CASAR CONMIGO.
VENIS MAÑANA A LA HELADERIA.
OKA.
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